lunes, 25 de junio de 2018

Escultura griega texto de lectura


Extraído de Filosofía del arte tomo III
Hipólito. A. Taine

"La estatuaria griega no sólo representa los hombres más bellos, sino también las imágenes de los dioses; y según el sentir de los antiguos, éstas fueron sus obras maestras. Al hondo sentimiento de la perfección corporal y atlética se unía, lo mismo en el público que en el artista, un original sentimiento religioso, una idea del universo, perdida en la actualidad; una manera peculiar de entender, reverenciar y adorar las fuerzas naturales y divinas. Hemos de tener presente este conjunto especial de emociones y creencias cuando queramos penetrar en cierto modo el alma y el genio de Policleto, Agorácrito o Fidias.

Diópitas, dice Plutarco, “publicó un decreto que ordenaba denunciar a todos aquellos que no reconociesen la existencia de los dioses y que enseñaban doctrinas nuevas acerca de los fenómenos celestes”. Aspasia, Anaxágoras, Eurípides, sufrieron molestias y persecuciones por esta causa; Alcibíades fue condenado a muerte, y Sócrates murió por el delito presunto o comprobado de impiedad; la indignación popular fue terrible contra los que habían falsificado los misterios tradicionales, mutilando también a los dioses. Cierto es que todos estos pormenores demuestran, al mismo tiempo que la persistencia de la antigua fe, el advenimiento de la libertad de pensar.

Cuando el eco de las discusiones filosóficas hacía vibrar un alma henchida de formas pintorescas era para depurar y engrandecer en ella las figuras divinas. La nueva sabiduría no destruyó la religión, sino que, interpretándola, le llevó a su emoción más profunda, al sentimiento poético de las fuerzas naturales.

No es el cielo en conjunto ni la tierra universal lo que siente como seres divinos, sino su cielo, con su horizonte de onduladas montañas; es la tierra en que vive, son los bosques que la pueblan, las aguas corrientes junto a las que habita. Tiene su Zeus, su Poseidón, su Hera, su Apolo, como tiene las ninfas de los bosques y de los ríos.

La propia Palas Atenea resplandecía en toda la extensión del espacio. No eran necesarias la reflexión y la sabiduría, sino el alma y los ojos del artista para descubrir la afinidad de la diosa con todo lo circundante; para sentir su presencia en el esplendor del aire luminoso, en el brillo de la rauda luz, en la limpidez del aire sutil, causa para los atenienses de la agilidad de su inteligencia y la vivacidad de su fantasía. La diosa era el genio de la raza, el verdadero espíritu de la nación; tan lejos como la mirada podía alcanzar, no se veían más que los dones, los inventos, la obra entera que Palas ofrecía a los atenienses:los cenicientos olivares, las policromas laderas rayadas por los surcos, los tres puertos donde humeaban los arsenales y se apretaban los navíos; las murallas largas y resistentes que unían la ciudad con el mar, y la hermosa ciudad, sobre todo, con sus gimnasios, sus teatros; con los monumentos restaurados y las edificaciones nuevas que cubrían el lomo, y las pendientes de las colinas y que, por su arte, su industria, sus fiestas, sus invenciones, su valor incansable, convertida en la «escuela de Erecia», extendía su dominio por todo el mar y su influjo en la nación entera.



En este momento se abrían las puertas del Partenón y aparecía rodeada de ofrendas, vasos, coronas, armaduras, carcajes, máscaras de plata, la colosal efigie, la protectora, la doncella, la victoriosa. De pie, inmóvil, con la lanza apoyada en el hombro, el escudo al lado, sosteniendo en la mano
una victoria de oro y marfil, la égida de oro encima de su pecho, ceñida la cabeza de un áureo casco,
con una hermosa túnica de oro de diversos matices, y destacándose sobre el esplendor de las armas y las vestiduras, con la cálida palidez del marfil del rostro, los brazos, las manos y los pies de la diosa."

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